Un enemigo del pueblo

“Nunca he pretendido agradar a las masas, pues lo que a ellos le gusta,
yo lo desconozco y lo que yo sé está lejos de su sensibilidad”
Epicuro de Samos
Entre los múltiples problemas que la democracia moderna no ha podido resolver satisfactoriamente, hay dos que cada día toman mayor importancia: las garantías a los grupos minoritarios, sean estos partidos políticos, grupos u organizaciones. El segundo es el tema del límite al ejercicio del poder político.
Con respecto al primero, se ha denominado el ejercicio de la tiranía de la mayoría que desconoce los derechos de los pequeños grupos que por diversas razones no se someten ni se pliegan al dictamen de una colectividad. Algunos hechos históricos reafirman la tesis anterior, como por ejemplo el juicio al filósofo Sócrates en la democracia ateniense de Pericles, que lo venció en un proceso que se caracterizó por ser injusto, parcializado y arbitrario. No obstante, por mayoría de votos, fue sentenciado a beber la cicuta.
Existe otro ejemplo que si bien es cierto pertenece al mundo de la ficción (lo que no significa necesariamente que sea ficticio), cuestiona el proceso democrático por el cual una mayoría toma un decisión que resulta ser lesiva para todos. El caso es que en 1883, el dramaturgo noruego Henrik Ibsen estrenó su obra “Un enemigo del Pueblo”. En síntesis la obra plantea la lucha que sostiene el médico de una comunidad, Tomas Stockmann al descubrir que el balneario de ese pueblo, está contaminado por una bacteria que afecta la salud de los turistas y de los usuarios en general. Stockmann, en un acto de valor ético, propone cerrar por un tiempo el balneario, descontaminarlo y tomar todas las precauciones de rigor. Por su lucha, él y su familia son perseguidos por las autoridades, los medios de comunicación y la comunidad. Los accionistas del balneario y los trabajadores del mismo, lo consideran un agitador político que solo busca su interés particular y contrario al interés de la comunidad toda vez que con su actitud aleja a los turistas y a los inversionistas. Se convoca a una asamblea general, por votación la mayoría lo declara enemigo del pueblo y lo obligan exiliarse con su familia. Al final descubre su segunda verdad, al afirmar que “Las raíces de nuestra vida moral están completamente podridas, que la base de nuestra sociedad está corrompida por la mentira”. Es repudiado por todos al atreverse a decir la verdad sobre la miseria moral de esa sociedad.
La decepción del doctor Stockmann y de paso el de Ibsen por la democracia es contundente: el enemigo de un régimen democrático es la demagogia que se construye al lado de ella. El espíritu gregario, obsecuente y sumiso de la población que se puede dejar manipular por personas hábiles en la persuasión y la retórica, producen situaciones como la descrita en el siglo XIX por Ibsen. El ser humano que se atreva a contradecir una mentira pública es declarado “enemigo del pueblo” o apátrida como le gusta expresarse a ciertos grupos políticos recientes en nuestro país.
El otro problema por resolver es el de ponerle límites al ejercicio del poder político. La tensión histórica entre el gobierno de los hombres y el de las leyes, la resolvió el viejo Aristóteles a favor de la segunda en su obra magna “La política”. Para él, es preferible que la ciudad se rija por lo establecido en las leyes y no por el capricho de la voluntad de los hombres. Es lo que la humanidad ha construido por siglos sobre la base del Imperio de la ley.
También en la modernidad Montesquieu prende las alarmas cuando establece en sus Cartas Persas que “Todo poder que no tenga límites no puede ser legítimo”.
Más cercanos a nosotros, los españoles Juan Ruiz Manero y Manuel Atienza, en su estudio “Ilícitos Atípicos” mencionan tres modelos que se pueden presentar en forma imperceptible y oculta para la mayoría de los ciudadanos Los modelos en mención son: el abuso del derecho, “cuando el titular del mismo lo ejerce para un fin distinto de aquel para el que le ha sido reconocido por el legislador”; el fraude a la ley, que se puede tipificar a través de actos aparentes que siguiendo ciertos formalismos tienen la intención de alcanzar fines distintos a aquellos para los cuales se había establecido la norma; y la desviación del poder, cuando en el ejercicio de potestades administrativas se actúa con fines distintos a los dados por el ordenamiento jurídico y ocasiona un daño injustificado o un beneficio indebido.
La democracia y el estado liberal de derecho descansan sobre unos pilares que históricamente los reconocemos en la filosofía griega, la teología cristiana, el derecho romano y la ilustración; son ellos: la dignidad humana, la solidaridad, la justicia, el respeto y reconocimiento de los derechos humanos y el imperio de la ley, que obligan a los estados a la sujeción a esos principios y a la norma, incluso en los estados de excepción.
El politólogo norteamericano Robert Dalh lo expresaba en forma categórica: no podemos justificar razonablemente la comisión de un crimen menor porque otros cometan crímenes mayores. Incluso cuando un país democrático, siguiendo procedimientos democráticos, crea una injusticia, el resultado sigue siendo una injusticia. Siguiendo el mismo razonamiento debemos afirmar que: “el poder de las mayorías no se convierte en el derecho de las mayoría”.
Por: Roberto A. Dáger E.